Traduce tu cuento

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El flautista de Hamelin


Érase una vez a la orilla de un gran río en el Norte de Alemania una ciudad llamada Hamelin. Sus ciudadanos eran gente honesta que vivía felízmente en sus casas de piedra gris. Los años pasaron, y la ciudad se hizo rica y próspera.

Hasta que un día, sucedió algo insólito que perturbó su paz.

Hamelin siempre había tenido ratas, y bastantes, pero nunca habían sido un peligro, pues los gatos las mantenían a rayo de la manera habitual: cazándolas. Pero de pronto, las ratas comenzaron a multiplicarse.

Con el tiempo, una gran marea de ratas cubría la ciudad. Primero atacaron las tiendas y graneros, y cuando no les quedó nada, fueron por madera, ropa o cualquier cosa. Lo único que no comían era el metal. Los aterrados ciudadanos se manifestaron ante el ayuntamiento para que los librara de la plaga de ratas, pero el consejo ya llevaba tiempo reunido tratando de pensar un plan.

- Necesitaríamos un ejército de gatos.

Pero los gatos ya estaban muertos.

- Deberíamos matarlas con comida envenenada.

Pero apenas les quedaba comida, y el ni siquiera el veneno era capaz de detenerlas.

- Necesitamos ayuda- dijo el alcalde abatido.

En ese preciso instante, mientras los ciudadanos se agolpaban afuera, llamaron fuertemente a la puerta. ¿Quién podría ser? se preguntaban preocupados los miembros del consejo, temerosos de las iras de la gente. Abrieron la puerta con precaución y, ante su sorpresa, apareció ante ellos un hombre alto, vestido con ropas de brillantes colores, con una larga pluma en su sombrero y una larga flauta dorada.

- He librado ciudades de escarabajos y murciélagos - dijo el extraño- y por mil florines, también les libraré de las ratas.
- ¡Mil florines!- exclamó el alcande- ¡Le daríamos cincuenta mil si lo hiciera!

El extraño salió entonces diciendo:

- Ahora es tarde, pero mañana al amanecer no quedará ni una rata en Hamelin

Todavía no había salido es sol cuando el sonido de una flauta se escuchó a través de las calles de Hamelin. El flautista fue pasando lentamente por entre las casas, y todas las ratas le seguían. Salían de todas partes: de las puertas, de las ventanas, de las cañerías, todas detrás del flautista. Mientras tocaba, el extranjero bajó hacia el río y lo cruzó. Tras él, las ratas seguían sus pasos, y todas y cada una de ellas se ahogaron y fueron arrastradas por la corriente.



Al mediodía, no quedaba ni una sola rata en la ciudad. Todos en el consejo estaban encantados, hasta que el flautista acudió a reclamar su pago.

- ¿Cincuenta mil florines?- exclamaron - ¡Jamás!
- ¡Que sean mil al menos! - gritó furioso el flautista. Pero el alcalde respondió:
- Ahora todas las ratas están muertas y no volverán. Así que confórmate con cincuenta florines, sin es que no quieres quedarte sin nada.
Con los ojos encendidos de ira, el flautista señaló con su dedo al alcalde:

- Te arrepentirás amargamente de haber roto tu promesa

Y desapareció.

Una sombra de miedo envolvió a los consejeros, pero el alcalde se encogió de hombros y dijo emocionado:

- ¡Qué diablos! Acabamos de ahorrarnos cincuenta mil florines.

Aquella noche, liberados de la pesadilla de las ratas, los habitantes de Hamelin durmieron más profundamente que nunca. Y cuando el extraño sonido de una flauta flotó por las calles al amanecer, solo los niños lo escucharon. Como atraídos de un modo mágico, los niños salían de sus casas. Y de la misma forma que había ocurrido el día anterior, el flautista recorrió tranquilamente las calles, reuniendo a todos los niños, que le seguían dócilmente al son de la extraña música.

Pronto la larga hilera dejó la ciudad y se encaminó al bosque, y tras cruzarlo alcanzó la falda de una gran montaña. Cuando el flautista alcanzó la roca, tocó su instrumento con más fuerza, y en la montaña se abrió una gran puerta que daba acceso a una cueva. Los niños entraron tras el flautista, y cuando el último de ellos se adentró en la oscuridad, la entrada se cerró.

Un gran movimiento de tierras cerró la entrada de la cueva para siempre, y solo un pequeño niño cojo pudo escapar de la tragedia. Fue él quien contó a los angustiados habitantes de Hamelin, que buscaban sus niños desesperadamente, lo que había ocurrido. Y de nada sirvieron todos sus esfuerzos: la montaña nunca devolvió a sus víctimas.

Muchos años tuvieron que pasar hasta que las alegres voces de los niños volvieron a resonar en las calles de Hamelin, pero el recuerdo de la aquella terrible lección permaneció para siempre en los corazones de todos, y fue pasando de padres a hijos a través de los siglos.


martes, 5 de noviembre de 2013

La Bella durmiente

Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día decían: "¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!" Pero el hijo no llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le dijo: "Tu deseo será realizado y antes de un año, tendrás una hija."

Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y ordenó una fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la niña. Eran trece estas hadas en su reino, pero solamente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas.

La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que alguien pudiera desear en el mundo.



Cuando la décimoprimera de ellas había dado sus obsequios, entró de pronto la décimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien fuerte: "¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se pinchará con el huso de una rueca, y caerá muerta inmediatamente!" Y sin más decir, dio media vuelta y abandonó el salón.

Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la malvada sentencia, sí podía disminuirla, y dijo: "¡Ella no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!"
El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el reino fuera destruído. Mientras tanto, los regalos de las otras doce hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la llegaba a querer profundamente.

Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino.

"Buen día, señora," dijo la hija del rey, "¿Qué haces con eso?" - "Estoy hilando," dijo la anciana, y movió su cabeza.
"¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lindo?" dijo la joven.

Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ellá se punzó el dedo con él.

En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo llegando a casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y toda la corte con ellos. Los caballos también se durmieron en el establo, los perros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, incluso el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.

Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una bandera que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella durmiente "Preciosa Rosa", que así la habían llamado, se corrió por toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de atravesar el muro de espinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era imposible, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tuvieran manos, y los jóvenes eran atrapados por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.

Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también el rey, la reina y toda la corte se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y tratado de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pegados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo:
-"No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa Rosa."-



El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el joven no hizo caso a sus advertencias.
Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el día en que Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo detrás de él como formando una cerca.

En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al palacio, las moscas estaban dormidas sobre las paredes, el cocinero en la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba sentada con la gallina negra que tenía lista para desplumar.

Él siguio avanzando, y en el gran salón vió a toda la corte yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.

Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un respiro podía oirse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y despertó, y lo miró muy dulcemente.

Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el cocido.

Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.


lunes, 4 de noviembre de 2013

Peter Pan


Los Darling eran una familia compuesta por el siempre preocupado por las apariencias señor Darling, la amorosa señora Darling, sus tres hijos Wendy, John y Michael, y Nana, un perro niñera que no tenía nada que envidiar a ninguna otra niñera. Wendy era la hermana mayor y en sus sueños vivía historias de aventuras en las que aparecía un personaje llamado Peter Pan, un niño volador, que vivía en la isla de Nunca Jamás.

La señora Darling alimentaba la imaginación de sus hijos contándoles cuentos cada noche, sin saber que al propio Peter Pan le gustaba acercarse a escuchar los cuentos para luego ir a contárselos a los Niños Perdidos con los que vivía en la isla de Nunca Jamás. Los Niños Perdidos eran los niños que se habían caído de sus carritos y nunca más habían sido reclamados, y Peter Pan era su líder, y se encargaba de protegerlos.

Un día, Nana, el perro niñera, descubrió a Peter y fue tras él. Aunque el niño escapó, Nana consiguió atrapar su sombra, y la señora Darling la guardó en un cajón. Pero algunos días después, coincidiendo con un enfado del señor Darling que acabó castigando a Nana a dormir fuera del cuarto de los niños, y con una salida nocturna de los señores Darling, Peter volvió con en hada Campanilla para recuperar su sombra. Sin embargo, una vez que la consiguió no pudo volver a ponérsela, y se echó a llorar. El llanto de Peter despertó a Wendy, quien tras oír su problema, cosió la sombra de Peter a sus pies.

Peter Pan quedó encantado de las habilidades de Wendy y le pidió que viajara con él y Campanilla al país de Nunca Jamás, donde podría vivir aventuras y ser la mamá de los Niños Perdidos. Y así, enseñó a volar a los tres niños con la ayuda del polvo de hadas de Campanilla, y todos viajaron a Nunca Jamás. Durante el vuelo, Peter les habló de su enemigo Garfio, el malvado y cruel capitán pirata, a quien Peter había cortado una mano. Luego se la había dado a comer a un cocodrilo, y desde entonces este perseguía a Garfio por todas partes, ansioso por volver a probar su carne. Garfio había conseguido evitarlo hasta entonces porque también se había tragado un reloj, y su continuo “tic,tac” lo avisaba de su presencia. Casi habían llegado cuando los piratas de Garfio los a cañonazos, Y, aunque no llegaron a darles, el grupo volador se separó.



Aprovechando la separación de Peter, Campanilla, que estaba muy celosa de Wendy, animó a los Niños Perdidos a dispararla mientras se acercaba volando. Estos estuvieron a punto de matarla con una flecha pero, afortunadamente, una cadena paró la flecha y Wendy solo resultó herida. Los Niños Perdidos, a quien Peter se la presentó como una madre, le construyeron una casa alrededor para que pudiera recuperarse sin tener que moverla. Y es que, aunque Peter Pan no quería saber nada de madres ni de adultos, los Niños Perdidos pensaban a menudo en sus madres y estaban encantados de tener una.

Wendy aceptó de buen grado su papel de madre, cuidando a los niños, dando medicinas, poniendo tareas, fijando normas, cosiendo, cocinando y contando cuentos. Y así pasaron felices bastante tiempo, viviendo las aventuras propias de una isla tan fantástica, y comenzando a olvidar a sus padres y a su pasado, especialmente John y Michael. Wendy se acordaba más de ellos, sobre todo de lo que estarían sufriendo, pero estaba tan segura de que sus padres tendrían siempre abierta la ventana para recibirles con alegría el día que decidieran regresar, que no se preocupaba demasiado.

En una de sus muchas aventuras, Peter liberó a la Tigrilla, la princesa de los pieles rojas que vivían en la isla, de las garras de Garfio, con lo que los indios y los Niños Perdidos se convirtieron en aliados desde entonces. Lo hizo en la laguna de las sirenas, donde Wendy solía llevar a los niños a descansar durante la tarde. Al anochecer vieron acercarse a los piratas con la princesa, e imitando la voz de Garfio, Peter consiguió que la liberasen. Pero justo en ese momento apareció Garfio. Estaba muy deprimido por haberse enterado de que los niños tenía madre, y pensaba en matarlos a todos y hacer que Wendy fuera la madre de los piratas. Pero pronto descubrió el engaño, y consiguió que el vanidoso de Peter se descubriera a sí mismo, lo que dio comienzo a una gran batalla en la laguna. Los niños pudieron salvarse, pero Garfio hirió a Peter traicioneramente. Y lo habría matado si no hubiera aparecido el cocodrilo que siempre lo perseguía. Afortunadamente, Peter consiguió salvarse de morir ahogado gracias al ave de Nunca Jamás, quien le prestó su nido para poder navegar en agradecimiento por una acción del niño que la había salvado tiempo atrás.

Así fue pasando el tiempo hasta que una noche Wendy, temerosa por llegar a olvidarlos y por lo que estarían sufriendo, decidió que debían volver a casa con sus padres. Después de probar lo que era una madre, los niños no querían perder a Wendy, y deseaban seguir con ella, así que esta se ofreció a que sus propios padres adoptaran a todos. Los Niños Perdidos aceptaron ilusionados, pero Peter no quería saber nada de ninguna madre, ni hacer nada de lo que obligan a hacer los mayores, ni crecer, y se negó a volver y ser adoptado. Así, se despidieron y se marcharon.

Pero precisamente Garfio había preparado su ataque ese día, y tras vencer a los pieles rojas con malas artes, preparó una emboscada para capturar a Wendy y a los niños, a quienes no protegía Peter porque entonces actuaba como si no le importara su marcha. Garfio tenía todo tan planeado que pudo incluso llegar al escondite de Peter mientras dormía, y envenenar su medicina.
Campanilla descubrió lo que había ocurrido y corrió a despertar a Peter. Este, antes de ir a salvarlos quiso tomar su medicina para agradar a Wendy, pero la pequeña hada lo salvó de morir envenenado en el último momento, bebiendo ella el contenido del frasco. Campanilla estuvo a punto de morir entonces, pero un hada puede salvarse cuando los niños creen en las hadas, y cuando se lee este cuento, siempre hay un niño que cree en las hadas y salva la vida de Campanilla.

En el barco pirata Garfio ya había decidido acabar con los niños haciéndoles caminar por el tablón. Pero entonces se escuchó el “tic-tac” del cocodrilo y el capitán pirata se aterrorizó. Sin embargo, solo era un engaño de Peter, que acudía a salvar a Wendy y a los niños. Peter fue acabando con los piratas de uno en uno hasta conseguir la llave de los grilletes y liberar a los niños, y entonces comenzó una feroz lucha en el barco, marcada por el enfrentamiento entre Peter y Garfio. Pero esta vez el niño venció sin dificultad, y de una patada en el trasero envió al pirata a las fauces del cocodrilo, que había estado siguiendo el “tic-tac” de Peter. Gracias a la gran victoria los niños se hicieron con el barco de los piratas, y tras las celebraciones, al día siguiente pusieron rumbo de vuelta a casa.

En casa de los Darling las cosas habían cambiado. El señor Darling, arrepentido por sus errores y el trato que había dado a Nana, vivía ahora él mismo en la perrera de Nana durante todo el día,. Y había jurado no salir hasta la vuelta de sus hijos, lo que era una muestra de amor tan grande que lo había convertido en un personaje famoso. Y, tal y como pensaba Wendy, su madre se aseguraba de que al ventana estuviera siempre abierta.
Pero poco antes de que llegaran los niños, Peter y Campanilla, contrariados por la marcha de Wendy, se adelantaron para cerrar la ventana de la habitación. Pretendían hacer creer a Wendy que su madre ya no la quería, para que volviera con ellos. Pero al ver las lágrimas de la señora Darling, se ablandó, y volviendo a abrir la ventana se alejaron de allí porque, según Peter “ellos no necesitaban ninguna madre”.

Así cuando llegaron los niños, la ventana estaba abierta, y el encuentro estuvo lleno de alegría y felicidad. Por supuesto los Darling estuvieron encantados de adoptar a los Niños Perdidos y a Peter, pero Peter se negó en redondo: no quería crecer y volvería a Nunca Jamás junto a Campanilla. Pero antes de marchar, prometió volver por Wendy y llevarla consigo una vez al año, por la primavera.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Caperucita roja, por los hermanos Grimm


Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña? - le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita - le dijo Caperucita.
- No está lejos - pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.


- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor - dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor - siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte mejoooor! - y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.



Los tres cerditos


Había una vez tres cerditos que eran hermanos, y se fueron por el mundo a buscar fortuna. A los tres cerditos les gustaba la música y cada uno de ellos tocaba un instrumento. El más pequeño tocaba la flauta, el mediano el violín y el mayor tocaba el piano...
A los otros dos les pareció una buena idea, y se pusieran manos a la obra, cada uno construyendo su casita.

- La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.



El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, - Construiré mi casa en un santiamén con todos estos troncos y me iré también a jugar.


El mayor decidió construir su casa con ladrillos.
- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas y hacer caldo de zanahorias.


Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el problema. De detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre y gritando:
- Cerditos, ¡os voy a comer!
Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano.

De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor. El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los Tres Cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó:
- ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré! Y se puso a soplar tan fuerte como el viento de invierno.

Sopló y sopló, pero la casita de ladrillos era muy resistente y no conseguía su propósito. Decidió trepar por la pared y entrar por la chimenea. Se deslizó hacia abajo... Y cayó en el caldero donde el cerdito mayor estaba hirviendo sopa de nabos. Escaldado y con el estómago vacío salió huyendo hacia el lago.

Los cerditos no le volvieron a ver. El mayor de ellos regañó a los otros dos por haber sido tan perezosos y poner en peligro sus propias vidas.


sábado, 2 de noviembre de 2013

El soldadito de plomo, por Hans Christian Andersen

Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.
Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.
Finalmente, una noche, el diablo estalló.

-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.
¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!
Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.
-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.
Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.
-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.
-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.
Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.
Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!
La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...
De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.
-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.
-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.
Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.



viernes, 1 de noviembre de 2013

El patito feo, por Hans Christian Andersen


Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.

Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez.

Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.
Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.

Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...
La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.
El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...
Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.

Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.

Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.

Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.

Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.

Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondió:
-¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...
- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.

El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.